miércoles, 16 de marzo de 2022

Historia de los vascos y de ETA

                                               Historia del País Vasco documentación y guión  de Jose Mari Perez

Otra breve historia guión de Fernando García de Cortázar que  es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto y director de la Fundación Vocento.


                                                         Historia de ETA

 
 
Una visita a Pasajes, en Guipúzcoa, de la mano de Victor Hugo.
 
 Casa típica de Pasaia, con acceso directo a la Bahía, construida en el s. XVII donde se alojó Victor Hugo durante su estancia en Pasaia en 1843. El refugio casual del poeta. (pinchar)
 
 Fragmento de "Viaje a Los Pirineos de Los Alpes" (1890).
 

El otro día había salido de San Sebastián a la hora de la marea. Había torcido a la izquierda, al final del paseo por el puente de madera sobre el Urumea. Un camino se había presentado, lo había aceptado al azar, e iba, caminaba por la montaña sin saber demasiado dónde estaba.

Allí, en el punto en el que el camino se hundía en el mar, había algo singular.

Unas cincuenta mujeres, colocadas en una sola línea como una compañía de infantería, parecían esperar a alguien y llamarlo, reclamarlo, con chillidos formidables. Esto sorprendió mucho; pero lo que aumentó mi sorpresa fue el reconocer, al cabo de un momento, que ese alguien, tan esperado, tan llamado, tan reclamado, era yo. El camino estaba desierto, estaba solo y todo este temporal de gritos se dirigía verdaderamente a mí.

Me acerqué y mi extrañeza todavía creció más. Estas mujeres me lanzaban todas a la vez las frases más vivas y más incitantes: —¡Señor francés, venga usted conmigo! —¡Conmigo caballero! —¡Ven hombre, que soy muy guapa!

Me llamaban con la pantomima más expresiva y más variada y ni una sola se acercaba a mí. Parecían estatuas vivientes enraizadas en el suelo y a las que un mago habría dicho: Dad todos los gritos, haced todos los gestos; pero no deis ni un paso. Además, eran de todas las edades y de todos los tipos, jóvenes, viejas, feas, guapas, las guapas coquetas y arregladas, las viejas en harapos. En los países rústicos, la mujer es menos feliz que la mariposa de su campo. Ésta comienza siendo oruga; aquí es así como acaba la mujer.

Como hablaban todas a la vez, no oía a ninguna, y tardé unos momentos en comprender. Al fin, unas barcas amarradas a la orilla me explicaron la cosa. Estaba en medio de un grupo de barqueras que me ofrecían cruzar el mar.

Pero, ¿por qué barqueras y no barqueros? ¿Qué significaba aquella obsesión tan violenta que parecía tener una frontera y no pasarla jamás? Por último, ¿a dónde querían conducirme? Otros tantos enigmas, otras tantas razones para seguir adelante.

Le pregunté el nombre a la más guapa; se llamaba Pepa. Salté a su barca.

En aquel momento vi a un pasajero que ya estaba en otra barca; nos arriesgábamos a esperar mucho rato cada cual por su lado; reuniéndonos, podíamos partir enseguida. Como yo era el último que había llegado, era yo el que tenía que reunirme con el otro. Dejé, pues, la barca de Pepa. Pepa ponía mala cara; le di una peseta; cogió el dinero y continuó haciendo mala cara, lo que me halagó singularmente; pues una peseta era, como me explicó mi compañero de viaje, el doble del precio máximo de la travesía. Tenía, pues, el dinero, sin el esfuerzo.

Mientras tanto, habíamos dejado la orilla y navegábamos en un golfo donde todo era verde, el mar y la colina, la tierra y el agua. Nuestra barquilla era conducida por dos mujeres, una vieja y la otra joven, la madre y la hija. La hija muy guapa y muy alegre tenía por nombre Manuela y de mote la Catalana. Las dos barqueras remaban de pie, de atrás hacia adelante, cada una con un solo remo, con un movimiento lento, simple y gracioso. Ambas hablaban pasablemente el francés. Manuela, con su gorrito de hule adornado con una gran rosa, su largo pelo, trenzado y flotante sobre su espalda a la usanza del país, su pañoleta de un amarillo vivo, su refajo corto, su falda bien hecha, enseñaba los dientes más hermosos del mundo, se reía mucho y era encantadora. En cuanto a la madre, ¡ay!, también ella había sido mariposa.

Mi compañero era un español silencioso que, encontrándome todavía más silencioso que él, se decidió, como ocurre siempre, a dirigirme la palabra. Comenzó, claro está, por terminar su puro. Luego, se volvió hacia mí. En España, puro que se acaba, charla que comienza. Yo, como no fumo, no charlo, jamás tengo el gran motivo que produce el comienzo de una conversación, el final de un puro.

—Señor, me dijo mi hombre en español, ¿ya lo ha visto?

Le contesté en español:

—No, señor.

Fijaos en el no y admiradlo. Si hubiera dicho: ¿Qué?, lo que hubiera sido más natural, habría tenido una explicación y habría tenido probablemente enseguida la clave de mis enigmas; pero yo quería mantener mi pequeño misterio el mayor tiempo posible y tenía interés en no saber adónde iba.

—En tal caso, señor, va a ver algo muy bello, prosiguió mi compañero.

—¿De verdad?, dije yo.

—Eso es muy largo.

¿Muy largo?; ¿qué puede ser?, pensé yo.

El español replicó: —Es la más larga que hay en la provincia.

     —Bueno, me dije para mí, la cosa es femenina. 
     —Señor, prosiguió mi compañero, ¿ha visto ya otras? 
     Algunas veces, respondí. Otra respuesta al estilo de la primera.

—Apuesto a que no ha visto otra más larga.

—¡Oh! ¡Oh! Podría usted perder.

—Veamos ¿cuáles son las que el caballero ya ha visto?

El asunto se ponía difícil. Respondí:

—La de Bayona, sin saber de qué hablaba.

—¡La de Bayona!, exclamó mi hombre, ¡la de Bayona! Pues bien, señor, la de Bayona tiene trescientos pies menos que ésta. ¿La ha medido?

Respondí con la misma sangre fría:

—Sí, señor.

—Pues bien, mida esta.

—Espero hacerlo.

—Sabrá a qué atenerse, un escuadrón de caballería cabría en una sola fila.

—No es posible.

—Lo que le digo, caballero. Veo que el caballero es un aficionado.

—Apasionado.

—Usted es francés, prosiguió mi hombre; y, regocijándose, añadió:

—Quizás viene de Francia expresamente para verla.

—Precisamente. A propósito.

Mi español estaba radiante. Me tendió la mano y me dijo:

—Pues bien, monsieur (dijo la palabra señor en francés, gran cortesía), se alegrará. Es recto como una I, está trazado a cordel, es magnífico.

¡Diablos!, pensaba, ¿acaso este bonito golfo tendría como prolongación una rue de Rivoli? ¡Qué amarga burla! Huir de la rue de Rivoli hasta Guipúzcoa y encontrarla allí acoplada a un brazo de mar, ¡sería triste!

Sin embargo, nuestra barca continuaba avanzando. Dobló un pequeño cabo que una gran casa en ruinas domina con sus cuatro muros atravesados por puertas sin batientes y por ventanas sin contramarcos.

De pronto, como por encanto, y sin que hubiera oído el silbido del tramoyista, el decorado cambió y apareció ante mí un espectáculo maravilloso.

Una cortina de altas montañas verdes recortando sus cimas sobre un cielo resplandeciente; al pie de esas montañas, una fila de casas estrechamente yuxtapuestas; todas estas casas pintadas de blanco, azafrán, verde, con dos o tres pisos de grandes balcones resguardados por la prolongación de sus anchos tejados rojizos de tejas huecas; en todos esos balcones, mil cosas flotando, ropa secándose, redes, harapos rojos, amarillos, azules; al pie de esas casas, el mar; a mi derecha, a mitad de la cuesta, una iglesia blanca; a mi izquierda, en primer plano, al pie de otra montaña, otro grupo de casas con balcones que daban a una vieja torre desmantelada; navíos de todas las formas y embarcaciones de todas las medidas colocadas delante de las casas, amarradas bajo la torre, yendo por la bahía; en esos navíos, en esa torre, en esas casas, en esa iglesia, en esos harapos, en esas montañas y en ese cielo, una vida, un movimiento, un sol, un azul, un aire y una alegría inexpresables: he aquí lo que tenía delante.

Este lugar magnífico y encantador como todo lo que tiene el doble carácter de la alegría y la grandeza, este sitio inédito que es uno de los más bellos que he visto y que ningún «tourist» visita, este humilde rincón de tierra y agua que sería admirado si estuviera en Suiza y célebre si estuviera en Italia, y que es desconocido porque está en Guipúzcoa, este pequeño edén resplandeciente adonde llegué por azar, y sin saber dónde estaba, se llama en español Pasajes y en francés Le Passage.

La marea baja deja la mitad de la bahía en seco y la separa de San Sebastián que a su vez está casi separada del mundo. La marea alta restablece «el Pasaje». De ahí su nombre.

La población de ese burgo no tiene más que una industria, el trabajo en el agua. Los dos sexos se han repartido el trabajo según sus fuerzas. El hombre tiene el navío, la mujer tiene la barca; el hombre tiene el mar, la mujer tiene la bahía; el hombre va a pescar y sale del golfo, la mujer se queda en el golfo y «pasa» a todos aquéllos a los que un negocio o un interés conducen allí desde San Sebastián. De ahí las barqueras.

Esas pobres mujeres tienen tan raras veces un pasajero que han tenido que ponerse de acuerdo. A cada pasajero, se habrían devorado entre ellas y quizás habrían devorado al pasajero. Se han establecido un límite que no cruzan, y una carta que no violan. Es un país extraordinario.

Tan pronto como sube la marea, llevan sus barcas al lugar en el que el camino se inunda; y están allí, en las rocas, hilando su copo, esperando.

Cada vez que se presenta un extranjero, corren hasta el límite que se han fijado, y cada una trata de llamar la atención del que llega. El extranjero elige. Hecha su elección, todas se callan. El extranjero que ha escogido es sagrado. Le dejan a la que lo tiene. El pasaje no es caro. Los pobres dan cinco céntimos, los burgueses un real, los señores media peseta, los emperadores, los príncipes y los poetas una peseta.

Mientras, la barca había tocado el embarcadero. Estaba tan embelesado por el lugar que tiré con prisa una peseta a Manuela, y salté rápidamente a la orilla, olvidando todo lo que el español me había dicho y al propio español que, pienso ahora, debió verme partir con una cara sorprendidísima.

Una vez en tierra, tomé la primera calle que se me presentó; procedimiento excelente y que siempre os conduce allí donde queréis ir, sobre todo en los pueblos que, como Pasajes, no tienen más que una calle.

Recorrí esa calle única de arriba abajo. Se compone de la montaña a la derecha, y, a la izquierda, de la parte trasera de todas las casas que tienen su fachada al golfo.

Aquí, nueva sorpresa. Nada es más risueño y más fresco que el Pasaje visto desde el lado del mar, nada es más severo y más oscuro que el Pasaje visto desde el lado de la montaña...

                              Una historia de Vasconia 4: Que comen y beben los vascos

 

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