domingo, 30 de octubre de 2016

Rodrigo Blanco Calderón - The night

1. Apagones
Al principio fue un largo, inesperado, apagón de cinco horas. Caracas parecía un hormiguero destapado. Más allá de las citas canceladas, los cheques sin cobrar, la comida descompuesta y el colapso del metro, Miguel Ardiles recuerda ese día con una ternura casi paternal: la ciudad sintió el estupor de ser cueva y laberinto.

En los meses siguientes, a medida que los apagones se repetían, los habitantes fueron dibujando sus primeros bisontes, marcando con piedras los recodos familiares del recinto. Luego el Gobierno anunció el plan de racionamiento de energía. Los voceros de la oposición no tardaron en recordar la situación de Cuba en los años noventa y cómo el plan de cortes eléctricos que implementaron durante el periodo especial era idéntico al que se iba a aplicar en Venezuela.


El anuncio se hizo a la medianoche del miércoles 13 de enero de 2010.
Dos días después, Miguel Ardiles se encontraba en el Chef Woo con Matías Rye. Como todos los viernes en la noche, después de ver al último paciente, se iba a los chinos de Los Palos Grandes a esperarlo. Matías Rye dictaba talleres de escritura creativa en un instituto de la zona. Estaba por empezar su más ambicioso proyecto, The Night: una novela policial que involucionaría hacia el género gótico. El título lo había tomado prestado de una canción de Morphine y buscaba trasladar los matices de esta banda a su escritura: entrar en el horror como quien poco a poco se adormece y le da la espalda a la vida.
Rye declaraba la muerte del policial clásico.
—Desde «Los crímenes de la calle Morgue», de 1841, hasta «La muerte y la brújula», de 1942, se completa el ciclo. Con ese cuento, Borges clausura el género. Lönnrot es un detective que lee novelas
y relatos policiales. Un imbécil que muere por confundir la realidad con la literatura. Es el Quijote del relato policial.
La única alternativa, según él, era el realismo gótico.
—En este país, escribir novelas policiales es un acto inverosímil, condenado al fracaso — agregaba—. ¿Cuántos casos de los que tú ves todos los días se resuelven, Miguel? ¿Quién puede creer que la policía de esta ciudad alguna vez va a encarcelar a un criminal?
Rye pareció recordar algo.
—¿Cuándo te llevan al Monstruo? —había bajado la voz.
—No sé aún. El presidente llamó personalmente a la Medicatura Forense para informarse sobre el caso. Sabes que Camejo Salas es su amigo.
—¿El presidente llamó a Johnny Campos?
—Ajá. No creo que sirva de nada mi informe, sea cual sea el resultado.
—Campos es una rata.
—Dicen que el asunto del tráfico de órganos llegó a oídos del presidente. Solo con eso, lo tiene amarrado.
—La mierda.
—Total.

Las luces parpadearon y el restaurante quedó a oscuras. Hubo una ola de gritos y de carcajadas y luego, atenuadas por el apagón, las conversaciones se fueron reanudando en un tono menor, de intriga. Uno de los mesoneros cerró la reja del local, mientras Marcos, el dueño, armado con una pequeña linterna, sacaba la cuenta de todas las mesas. En pocos minutos, el Chef Woo quedó casi vacío, su cuadro denso solo tachonado por los cigarrillos de los últimos clientes, los habituales, los de confianza.
—¿Y no estás emocionado? —dijo Rye.
—¿Por qué?
—Yo estaría cagado en tu lugar.
—Esto del Monstruo de Los Palos Grandes no es nuevo ni es lo peor que está pasando.
—El tipo la secuestró, la violó y la torturó durante cuatro meses. Le arrancó el labio superior y parte de una oreja a punta de golpes. ¿Te parece poco?
—La historia de Lila Hernández es terrible, eso lo sabemos todos. Pero lo que ha llamado en verdad la atención es que el engendro sea hijo de Camejo Salas. ¿En qué cabeza cabe que el hijo de un Premio Nacional de Literatura haga eso? ¿Cómo un poeta, reconocido además, pudo crear eso?
—Ese carajo me dio clases a mí en el posgrado.
—Sobre lo otro, te pongo un ejemplo. Una mañana un tipo ve pasar a dos muchachas por la acera de su bloque. Las ve, le gustan y lo decide. Con la pistola, las encañona, las lleva a su apartamento.

Ninguna pasa de quince años. Encierra a una en un cuarto, mientras a la otra la viola en la sala. La que está en el cuarto escucha los gritos. Pasa un tiempo, media hora, una hora, dos horas, no puede saberlo. Al no escuchar nada, ella aprovecha para intentar escapar forzando la puerta. Lo logra y qué encuentra en la sala: el torso de su amiga. El tipo la picó, la violó, la mató. Ha salido un momento para botar los brazos, la cabeza y las piernas. La que sobrevive entra en pánico, grita desaforada por la ventana y los vecinos la rescatan.
—¿Ese es el de Casalta?
—San Martín.
—¿Y ya la viste?
—Sí.
—¿Y?
—Desquiciada.
—A lo mejor ni llegas a ver al tipo.
—Es lo más probable.
—Por lo menos.
—Sí, Matías, pero luego qué. Al carajo lo atrapan y seguro en la cárcel lo revientan. Y luego qué.
—¿Qué más quieres?
—Ese es el problema. No sé qué hace uno después, porque siempre queda algo. De cada crimen que sucede, algo queda flotando y eso se acumula y eso tiene que hacer daño.
—¿Qué hora es?
Observaron a su alrededor y se dieron cuenta de que eran los únicos clientes en el restaurante.

Solo quedaban los mesoneros, acodados en la barra, fumando. La lumbre de sus cigarrillos apenas delineaba las ranuras de los ojos. Cuando ellos se levantaron, los cuatro chinos interrumpieron su conversación y los intuyeron en la oscuridad, con absoluta fijeza, por un segundo. Matías se acercó con el dinero hasta la caja, mientras Miguel esperaba a que uno de los mesoneros abriera la reja.
Ya en la acera, Miguel se sintió tranquilo. Durante aquel segundo lo había invadido un insólito terror. Se vio de pronto, a sí mismo y a Matías, tasajeados por aquellos empleados que los atendían cada vez que se reunían en el Chef Woo.
La calle estaba oscura y desierta. Solo hacia el final, en el cruce con la avenida, parecía haber actividad. Miguel quiso apurar el paso hacia el Centro Plaza, donde tenía estacionado el carro, pero Matías estaba en su elemento.
—El atraso tiene su belleza. Y no me refiero al realismo mágico. García Márquez y compañía creen haberla visto, pero no vieron nada. El realismo mágico le puso colorete, alas y vestidos a la miseria. El realismo gótico va por otro lado: encuentra la verdad y la belleza desnudando, escarbando —dijo Matías.
Un bulto se movía entre las bolsas de basura que asediaban un poste de luz.
—¿Ves? —agregó.
El indigente marcó el paso de los dos hombres con una breve mirada de ceniza y siguió en su faena.
—¿Eso te parece bello? —dijo Miguel.
—Por supuesto.
—Me quedo con García Márquez.
—¿Cuál es el mejor cuento de los que ha premiado El Nacional?
Matías Rye concursaba todos los años y siempre perdía. Con el tiempo fue desarrollando un conocimiento exhaustivo y rencoroso sobre la historia del premio. Muchas veces citaba cuentos y
autores que lo habían ganado como una metáfora de lo justa o injusta que podía ser la vida.
—«La mano junto al muro», supongo.
—No. El éxito de ese cuento fue haber aparecido en el momento oportuno. Meneses tiene el extraño mérito de ser el fundador de un género inútil: el policial lírico. El único cuento que vale la pena de ese concurso es «Boquerón». Humberto Mata fue el primero entre nosotros en entender que
el policial era un género con más pasado que futuro.
—No lo he leído.
—Léelo, y después de que lo leas, cada vez que te encuentres un indigente te imaginarás que vive en las riberas del Guaire y que cada mañana despierta rodeado de garzas. Y esa imagen tiene belleza.
—Si tú lo dices.
—Y ahora dime, ¿cuál es el peor cuento que ha premiado El Nacional?
—El de Algimiro Triana.
—Eso lo dices por lo del caso de Arlindo Falcão. Algimiro es un despreciable, pero ese no es el peor cuento. El título del que yo digo es impronunciable. No lo recuerdo nunca, pero es de Pedro
Álamo. Fue en 1982, y ha sido la edición más polémica de la historia del premio. Es un cuento incomprensible, de principio a fin. Yo siempre lo vi como el texto de un loco, pero hubo más de un crítico que quiso ver ahí una obra maestra. Creo que por fin voy a comprobar mi hipótesis.
—¿Cuál hipótesis?
—Tú me vas a ayudar. Tengo a Pedro Álamo como alumno en el taller de escritura.
—¿Qué tengo que ver yo con eso?
—Hemos llegado a ser casi amigos. Le di el número de tu consultorio privado. ¿Puedes abrir un hueco en tu agenda para el lunes? Álamo está sufriendo ataques de pánico.

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