Programa de televión "Los libros: Niebla" Adaptación de la obra de Miguel de Unamuno. Augusto Pérez, muerta su madre y rodeado de una "niebla" que ciega su percepción del mundo, se enamora de la joven Eugenia, y para conseguir su felicidad será capaz de realizar todo cuanto pueda. Director: Fernando Méndez-Leite (1976).
Fragmento del primer capítulo de la obra:
Al aparecer Augusto
a la puerta de su casa extendió el brazo derecho, con la mano palma abajo y
abierta, y dirigiendo los ojos al cielo quedose un momento parado en esta
actitud estatuaria y augusta. No era que tomaba posesión del mundo exterior,
sino era que observaba si llovía. Y al recibir en el dorso de la mano el
frescor del lento orvallo frunció el sobrecejo. Y no era tampoco que le
molestase la llovizna, sino el tener que abrir el paraguas. ¡Estaba tan
elegante, tan esbelto, plegado y dentro de su funda! Un paraguas cerrado es tan
elegante como es feo un paraguas abierto.
«Es una desgracia
esto de tener que servirse uno de las cosas —pensó Augusto—; tener que usarlas,
el use estropea y hasta destruye toda belleza. La función más noble de los
objetos es la de ser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes de comida!
Esto cambiará en el cielo cuando todo nuestro oficio se reduzca, o más bien se
ensanche a contemplar a Dios y todas las cosas en Él. Aquí, en esta pobre vida,
no nos cuidamos sino de servimos de Dios; pretendemos abrirlo, como a un
paraguas, para que nos proteja de toda suerte de males.»
Díjose así y se
agachó a recogerse los pantalones. Abrió el paraguas por fin y se quedó un
momento suspenso y pensando: «y ahora, ¿hacia dónde voy?, ¿tiro a la derecha o
a la izquierda?» Porque Augusto no era un caminante, sino un paseante de la
vida. «Esperaré a que pase un perro —se dijo— y tomaré la dirección inicial que
él tome.»
En esto pasó por la
calle no un perro, sino una garrida moza, y tras de sus ojos se fue, como
imantado y sin darse de ello cuenta, Augusto.
Y así una calle y
otra y otra.
«Pero aquel
chiquillo —iba diciéndose Augusto, que más bien que pensaba hablaba consigo
mismo—, ¿qué hará allí, tirado de bruces en el suelo? ¡Contemplar a alguna
hormiga, de seguro! ¡La hormiga, ¡bah!, uno de los animales más hipócritas!
Apenas hace sino pasearse y hacernos creer que trabaja. Es como ese gandul que
va ahí, a paso de carga, codeando a todos aquellos con quienes se cruza, y no
me cabe duda de que no tiene nada que hacer. ¡Qué ha de tener que hacer,
hombre, qué ha de tener que hacer! Es un vago, un vago como... ¡No, yo no soy
un vago! Mi imaginación no descansa. Los vagos son ellos, los que dicen que
trabajan y no hacen sino aturdirse y ahogar el pensamiento. Porque, vamos a
ver, ese mamarracho de chocolatero que se pone ahí, detrás de esa vidriera, a
darle al rollo majadero, para que le veamos, ese exhibicionista del trabajo,
¿qué es sino un vago? Y a nosotros ¿qué nos importa que trabaje o no? ¡El
trabajo! ¡El trabajo! ¡Hipocresía! Para trabajo el de ese pobre paralítico que
va ahí medio arrastrándose... Pero ¿y qué sé yo? ¡Perdone, hermano! —esto se lo
dijo en voz alta—. ¿Hermano? ¿Hermano en qué? ¡En parálisis! Dicen que todos
somos hijos de Adán. Y este, Joaquinito, ¿es también hijo de Adán? ¡Adiós,
Joaquín! ¡Vaya, ya tenemos el inevitable automóvil, ruido y polvo! ¿Y qué se
adelanta con suprimir así distancias? La manía de viajar viene de topofobía y
no de filotopía; el que viaja mucho va huyendo de cada lugar que deja y no
buscando cada lugar a que llega. Viajar... viajar... Qué chisme más molesto es
el paraguas... Calla, ¿qué es esto?»
Y se detuvo a la puerta
de una casa donde había entrado la garrida moza que le llevara imantado tras de
sus ojos. Y entonces se dio cuenta Augusto de que la había venido siguiendo. La
portera de la casa le miraba con ojillos maliciosos, y aquella mirada le
sugirió a Augusto lo que entonces debía hacer. «Esta Cerbera aguarda —se dijo—
que le pregunte por el nombre y circunstancias de esta señorita a que he venido
siguiendo y, ciertamente, esto es lo que procede ahora. Otra cosa sería dejar
mi seguimiento sin coronación, y eso no, las obras deben acabarse. ¡Odio lo
imperfecto!» Metió la mano al bolsillo y no encontró en él sino un duro. No era
cosa de ir entonces a cambiarlo, se perdería tiempo y ocasión en ello.
—Dígame, buena
mujer —interpeló a la portera sin sacar el índice y el pulgar del bolsillo—,
¿podría decirme aquí, en confianza y para inter nos, el nombre de esta señorita que acaba de entrar?
—Eso no es ningún
secreto ni nada malo, caballero.
—Por lo mismo.
—Pues se llama doña
Eugenia Domingo del Arco.
—¿Domingo? Será
Dominga...
—No, señor,
Domingo; Domingo es su primer apellido.
—Pues cuando se
trata de mujeres, ese apellido debía cambiarse en Dominga. Y si no, ¿dónde está
la concordancia?
—No la conozco,
señor.
—Y dígame...
dígame... —sin sacar los dedos del bolsillo—, ¿cómo es que sale así sola? ¿Es
soltera o casada? ¿Tiene padres?
—Es soltera y
huérfana. Vive con unos tíos...
—¿Paternos o
maternos?
—Sólo sé que son
tíos.
—Basta y aun sobra.
—Se dedica a dar
lecciones de piano.
—¿Y lo toca bien?
—Ya tanto no sé.
—Bueno, bien,
basta; y tome por la molestia.
—Gracias, señor,
gracias. ¿Se le ofrece más? ¿Puedo servirle en algo? ¿Desea le lleve algún
mandado?
—Tal vez... tal
vez... No por ahora... ¡Adiós!
Si quieren saber la continuación tienen dos opciones leer el libro o escuchar el audiolibro.
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